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Ancla 0

El monólogo final de American Psycho (2000), basado en la novela de Bret Easton Ellis es, en rigor, un espejo quebrado que se ofrece como testamento de la desintegración subjetiva en la era del simulacro. Patrick Bateman no confiesa para ser perdonado ni comprendido, sino para constatar su absoluta irrelevancia: ha matado, ha odiado, ha deseado —y sin embargo, nada ha cambiado. El crimen, lejos de abrir una grieta en el tejido social, es absorbido por la indiferencia de un mundo que no ve porque no quiere ver, que no escucha porque ha sido diseñado para no oír. Su rostro, como los de sus colegas intercambiables, no tiene identidad; es una superficie pulida por el capital, una máscara entre máscaras. Cuando dice “mi castigo continúa... y continuará por siempre”, no se refiere al remordimiento, sino a la condena de existir sin espesor, sin sustancia, sin historia. La confesión que “no tiene sentido” es, en sí misma, el sentido último del nihilismo posmoderno: la imposibilidad de inscribirse en el relato, de trazar una línea entre el bien y el mal, de construir un yo que no se disuelva en los reflejos de vitrinas, tarjetas de crédito y cuerpos troquelados. Bateman no es un psicópata: es el sujeto ideal del sistema, aquel que ya no distingue entre deseo y mandato, entre placer y mandato, entre muerte y mandato. Su desesperación es la nuestra, pero sin grito, sin clamor, sin eco.

Notre jour viendra

La siguente escena es uno de los momentos más desconcertantes y cargados de simbolismo del film Notre jour viendra (2010) de Romain Gavras. El personaje de Vincent Cassel, en un instante suspendido, donde la furia constante cede brevemente para dar paso a una expresión lírica, el personaje recita un breve poema. Cassel detiene el tiempo en una suerte de trance verbal, dirigiéndose tanto a su compañero como a un espacio invisible, abstracto, que podría ser el propio espectador o algo fuera del cuadro. Las palabras que pronuncia no siguen una lógica formal, sino que se construyen como una excrecencia poética, exaltada y fragmentada, donde la violencia, el orgullo y la desesperanza se entrelazan en una cadencia casi bíblica. Lo interesante no es tanto el contenido literal, sino la manera en que Patrick se apropia del lenguaje para construir una identidad mítica: ya no es un marginado, sino el portavoz de una raza oprimida, un líder sin causa que encuentra en la palabra un eco de trascendencia. En esa escena, el cuerpo de Cassel habla tanto como su voz: su postura, su mirada, la forma en que se mueve entre lo grotesco y lo sublime, todo contribuye a convertir el momento en una especie de exorcismo. Sus palabras no pretenden ser comprendidas; sino sentidas. Y lo que se siente es una furia antigua, una rebelión metafísica, una necesidad de existir en un mundo que constantemente niega esa posibilidad.

Bad Lieutenant
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La escena entre Harvey Keitel y la monja en Bad Lieutenant (1992), dirigida por Abel Ferrara, es uno de los momentos más estremecedores del cine de redención atormentada. Aquí, Ferrara confronta de lleno los límites de la justicia humana frente al perdón divino, encarnando en el teniente un ser devastado por la culpa, el vicio y la desesperación. Cuando Keitel le promete a la monja que él hará “verdadera justicia”, no lo dice como un servidor de la ley, sino como un hombre quebrado que busca en el castigo ajeno un alivio para su propia podredumbre. Pero la respuesta de la monja —su absoluta serenidad al declarar que ha perdonado a sus violadores— lo desarma completamente, lo arranca del único sistema de valores que todavía le quedaba: la venganza como restitución. Este momento opera como una bisagra ética y teológica. Ferrara, fuertemente influenciado por el catolicismo, no se contenta con mostrar la decadencia del protagonista: lo coloca frente al misterio del perdón absoluto, algo que el teniente, sumido en un infierno autoinfligido, no puede comprender. La monja no es un personaje realista, sino una figura casi mística, un espejo inverso de Cristo que lleva el dogma de la redención al extremo: ella ya ha salvado a sus agresores mediante su propia gracia. Críticamente, la escena es brutal no por la violencia mostrada, sino por la violencia de la elección moral que plantea. El teniente no está preparado para el perdón; él necesita castigo. Y sin embargo, se le niega. Ferrara convierte esta negativa en una epifanía, no para redimirlo, sino para lanzarlo al abismo de su conciencia. La escena es, en definitiva, un duelo entre la teología del perdón y la necesidad humana de retribución, y el rostro desnudo de Keitel, llorando en una mezcla de rabia, confusión y súplica, es la imagen misma del alma enfrentada a lo inexplicable.

Vivre Sa Vie

La conversación entre Nana (la chica) y el filósofo Brice Parain en Vivre Sa Vie (1962) es uno de los momentos más densos y simbólicos del cine de Jean-Luc Godard, donde el lenguaje se transforma en un campo de batalla entre el sentido y su fracaso. En esta escena, aparentemente simple, la cámara se mantiene casi estática, permitiendo que el discurso se despliegue sin distracciones visuales: una forma que subraya la crudeza del pensamiento en medio del vacío existencial que envuelve a la protagonista. La charla gira en torno al lenguaje, la verdad y la necesidad de decir lo que uno piensa, incluso cuando las palabras resultan insuficientes. Parain afirma que hablar es una forma de aprender a vivir, idea que resuena con el trayecto de Nana, una mujer que busca desesperadamente una forma de ser, de existir, a través de la palabra, del cuerpo, de la mirada. Pero lo que subyace es una paradoja: Nana se enfrenta a la imposibilidad de decir lo que realmente siente, atrapada entre la alienación social y la banalidad del lenguaje. Lo que parece una conversación filosófica es, en el fondo, un momento de quiebre: Godard, a través de Parain, nos recuerda que pensar no salva, pero al menos otorga una conciencia amarga de nuestra deriva. Esta escena condensa la propuesta godardiana: el cine no como entretenimiento, sino como experimento, como ensayo existencial. La filosofía no se impone como doctrina, sino como reflejo de un mundo que ya no puede encontrar certezas, ni siquiera en el acto de hablar. En ese sentido, es uno de los pasajes más trágicos de la Nouvelle Vague: la palabra se vuelve ceniza en los labios de quien busca sentido, pero ya no tiene tiempo ni lenguaje para alcanzarlo.

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Adams æbler
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La conversación en la iglesia entre Ivan (Mads Mikkelsen) y Adam (Ulrich Thomsen) en Adams æbler constituye el núcleo filosófico de la película: un duelo entre la fe desesperada y el cinismo destructor. Cuando Adam compara a Ivan con Job, no lo hace como un reconocimiento, sino como una acusación encubierta: le muestra que su persistencia en ver el bien en medio del horror no es fortaleza, sino negación. Ivan, incapaz de reconocer su propia historia de sufrimiento —una esposa suicida, un hijo discapacitado, una infancia marcada por el abuso—, vive aferrado a una fe incuestionable que transforma toda desgracia en "prueba" divina. Esta postura se revela aún más inquietante cuando sabemos que Ivan padece un tumor cerebral del que no es consciente. Su comportamiento, su candor casi infantil, no es solo resultado de convicción espiritual, sino de una percepción alterada de la realidad que le impide registrar el sufrimiento como tal. Sin embargo, reducir su fe a un síntoma sería injusto. Ivan, como Job, permanece en pie mientras todo a su alrededor se desmorona. “Aunque él me matare, en él esperaré” (Job 13:15), dice Job, y es como si Ivan encarnara ese mismo absurdo: una fidelidad que no se basa en promesas, sino en una especie de necesidad ontológica de creer, de sostener el sentido aun cuando el mundo entero —y su propio cuerpo— lo contradicen. Adam, por su parte, representa lo contrario: “He aquí, clamaré agravio, y no seré oído; daré voces, y no habrá juicio” (Job 19:7). Él no puede aceptar un mundo sin justicia, y menos aún puede tolerar que alguien como Ivan se niegue a reconocer el dolor. Por eso lo destruye: necesita matar esa fe para no enfrentarse al vacío que lo devora. En ese enfrentamiento, la película no ofrece una respuesta cerrada. ¿Es Ivan un demente sostenido por su tumor, o es una forma radical —y desgarradora— de santidad? ¿Es su fe una máscara o una resistencia última? “Porque el hombre nacido de mujer, corto de días, y hastiado de sinsabores” (Job 14:1), se escucha como un eco en esa iglesia silenciosa, donde dos hombres heridos discuten no por teología, sino por la posibilidad misma de seguir respirando en un mundo sin consuelo. En este diálogo, lo que se pone en juego no es solo la validez de la fe frente al mal, sino la capacidad humana de construir sentido desde la ruina. Ivan, con su tumor y su ternura extraviada, no es un santo ni un loco: es un límite, una figura que encarna lo insoportable de la existencia y la necesidad —a veces fisiológica, a veces metafísica— de seguir creyendo.

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Nymphomaniac

La escena final de Nymphomaniac Vol. II, del director de cine y fotografía, guionista y productor danés Lars von Trier, es mucho más que un cierre argumental, es una declaración filosófica sobre los límites del intelecto, la ilusión de empatía y la ineludible naturaleza del deseo. En un giro devastador, von Trier derriba toda posibilidad de redención a través de una conclusión brutal que demuestra la imposibilidad del vínculo humano cuando es sostenido exclusivamente por la razón. Este análisis explora cómo Seligman, magistralmente interpretado por el actor sueco Stellan Skarsgård, encarna una forma ilustrada de alienación y cómo su intento fallido de empatía se transforma, finalmente en traición. Joe (Charlotte Gainsbourg), por su parte, representa la resistencia a esa traición, reivindicando su subjetividad en un acto extremo de autoconservación. La escena, lejos de ofrecer una resolución, expone el fracaso de la razón como mediadora ética entre seres humanos y confirma la sospecha existencial: no hay entendimiento sin sombra, ni saber sin deseo de posesión. Seligman cual encarna el conocimiento como sustituto de la experiencia, es en realidad un individuo que ha decidido exiliarse voluntariamente en el mundo de lo conceptual, creyendo con esto poder anular la violencia inherente a las relaciones humanas. La elección del nombre no es casual -en von Trier nada lo es-. "Seligman" deriva del alemán selig, que significa “bendito”, “feliz”, incluso “beatificado”. Traducido literalmente, Seligman sería “el hombre feliz”, “el hombre bendito”. Este detalle resulta irónico, ya que la figura de Seligman representa, precisamente, lo opuesto de la felicidad o la beatitud. Su "felicidad" no brota de un encuentro genuino con la existencia, sino de una neutralización intelectual de lo real. De hecho, su actitud frente a la narración de Joe—siempre dispuesto a convertir sus experiencias traumáticas en ejemplos eruditos— muestra que su "beatitud" es un exilio: un alejamiento de la carne, del dolor, del deseo que lo habita sin poder aceptarlo de manera consciente. Filosóficamente, se puede interpretar a Seligman como el símbolo de una alienación ilustrada: representa al hombre moderno que, en su intento de superar la animalidad mediante el conocimiento, termina desconectado de sí mismo. Schopenhauer advertía que el conocimiento no suprime la voluntad, sino que apenas la camufla. Seligman, creyéndose "feliz" en su mundo de ideas, finalmente sucumbe a una voluntad irracional que había reprimido: el deseo de poseer a Joe. El error fatal de Seligman es creer que el acto sexual es solo una culminación natural de un vínculo "profundo" que él cree haber tejido a través de su paciente escucha. Joe, por su parte, es fiel a su tragedia: ella narra sus experiencias sexuales como una compulsión enferma que deja heridas abiertas. La acción de dispararle a Seligman se convierte en un acto de autoconservación, en un grito contra la incomprensión más radical, un rechazo a ser objeto, otra vez; por quien pretendía ser su "salvador" racional. Ella mata no solo al hombre, sino la ilusión de cualquier posibilidad de comunión pura entre los seres humanos. Sartre señala que "el infierno son los otros", porque el otro siempre puede capturarnos en su mirada y reducirnos a objeto. Schopenhauer, por su parte, enseña que el deseo humano es inagotable, que no importa cuánto conocimiento acumulemos: seguimos esclavos de una voluntad irracional. Seligman, con todo su saber no ha superado su condición animal. Joe, con todo su dolor, tampoco ha encontrado liberación. Concluyendo que existe una violencia latente impulsada por un deseo de aprobación oculto tras la máscara de la comprensión. La relación entre Joe y Seligman, aparentemente sostenida por la compasión intelectual, toma la forma más primitiva del abuso. Como en todas sus películas, Lars von Trier nos recuerda que, incluso en los vínculos más sublimes, late el monstruo.

Poulet aux prunes

La escena de Poulet aux prunes de 2011, dirigida por Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud, nos muestra la experiencia de Nasser Ali (Mathieu Amalric), un virtuoso violinista que ha perdido su violín y al no encontrar un sustituto digno, decide meterse en la cama hasta morir. Cuando está llegando su final, Azrael, el ángel de la muerte, decide aparecer y conversar con el devastado músico. Esta escena constituye uno de los momentos más reveladores de la película. La secuencia se presenta en un tono onírico, suspendido entre lo simbólico y lo metafísico. Azrael, lejos de encarnar la figura aterradora de la tradición religiosa, aparece como un mensajero sereno, casi burocrático, que no fuerza ni condena: simplemente constata. Nasser Ali, quién ha perdido su razón de vivir, no se enfrenta a una muerte trágica sino elegida, lúcida, casi estética. Este detalle desplaza la muerte al terreno kairológico, una reflexión profunda sobre el arte de morir, no en función del tiempo cronológico, sino del kairós. Desde esta perspectiva, el buen morir no es simplemente hacerlo sin dolor o con cuidados paliativos, sino morir en el instante justo de la conciencia, cuando la vida ha alcanzado su plenitud simbólica, ética o existencial, morir por falta de sentido, porque la belleza ha sido mutilada. En este sentido, la escena aporta una mirada cualitativa del tiempo final, un modo de leer la muerte no como interrupción de la vida, sino como su consumación. El diálogo entre Nasser Ali y Azrael plantea una cuestión fundamental: ¿es la vida valiosa en sí misma o sólo en la medida en que puede ser dotada de sentido? En esta escena, Nasser se convierte en figura de un existencialismo radical: al no poder vivir auténticamente —pues su arte ha sido aniquilado y su amor perdido— opta por morir. Azrael, en cambio, representa la inevitabilidad sin juicio. No hay recompensa, castigo o trascendencia: solo la certeza de que el tiempo ha sido consumido por la desilusión. La escena revela un pesimismo lírico que recuerda al pensamiento de Schopenhauer: la vida como voluntad frustrada, donde el arte, único consuelo, al desaparecer, vuelve insoportable la existencia. Desde una perspectiva crítica, esta escena puede leerse también como un comentario sobre la libertad última del ser humano: la decisión de morir. Nasser Ali no es suicida en el sentido común del término; más bien encarna una forma de eutanasia ontológica, donde se renuncia a la vida no por dolor físico, sino por inanición del alma. Azrael, al no oponerse ni consolar, legitima esa decisión. En este encuentro silencioso entre creador frustrado y ángel impasible, la escena enuncia una tesis inquietante: que la muerte puede ser el último acto de libertad estética ante un mundo donde la belleza y el amor han dejado de tener lugar.

Buffalo '66

Hay escenas en el cine que producen una melancolía que no se disipa al terminar la toma. La escena en la que Billy (Vincent Gallo) lleva a Layla (Christina Ricci) a conocer a sus padres en Buffalo '66 es una de ellas. No hay gritos, violencia explícita o diálogos que expongan grandes verdades. Solo un silencio que se instala en torno a la mesa —símbolo arquetípico de unidad familiar— es aquí un frío escenario emocional de miradas esquivas y gestos amputados. La palabra no llega, la atención tampoco. Sólo una atmósfera que duele como lo que nunca sucedió. Esa frialdad —que no es estética sino existencial— se construye con una paleta opaca, cubierta por el olvido. Lance Acord no filma una mesa familiar; sino una cápsula sellada, detenida en la infancia de Billy. ¿Y qué es la infancia sino el momento en que el yo aprende a ser a partir de la mirada del otro? Pero aquí, esa mirada nunca existió. Billy actúa. Lo hace con la urgencia de quien necesita un testigo para existir. Obliga a Layla a representar el papel de esposa: no por amor, sino por necesidad ontológica. Fingir es su única manera de poder ser real. El hogar, es para Billy una trampa escénica donde los actores principales —los padres— no ven, no escuchan, no responden. La madre, absorbida en una nostalgia sin objeto; el padre, presente solo como ruido de fondo. Nadie mira a Billy. Y en esa ausencia, él se disuelve. La escena exhibe, sin adornos, la mecánica del desamor. Nos muestra cómo se forja el alma de un hombre roto por haber sido ignorado por años. La presencia de Layla no redime, pero introduce una grieta en la estructura de la indiferencia, y lo hace con una suavidad que desmorona. No porque crea en lo que dice, sino porque intuye —quizás sin entenderlo del todo— que él necesita esa historia para no derrumbarse. Esa dulzura impostada se vuelve más real que cualquier recuerdo familiar. En ella, la ficción funciona como un acto de piedad frente al desierto emocional, donde el arte de fingir, llevado a su nivel más elevado, se transforma en la única forma posible de ternura. Gallo, con una mezcla de arrogancia y fragilidad brutal construye una escena que sangra. La cámara lo observa mientras el mundo que debió sostenerlo lo ignora por completo. En el fondo, el drama de Billy puede leerse como una crisis ontológica, una lucha desesperada por construir una identidad en ausencia total de reconocimiento: sin el otro, el yo no puede constituirse. La conciencia de sí no es un punto de partida, sino el resultado de una dialéctica: necesito ser visto, necesito ser deseado para ser. Pero Billy no es visto, y cuando lo intenta, cuando fuerza esa mirada a través de Layla, lo que obtiene es más silencio, más vacío. El hogar, que debería ser el lugar donde el Yo se forma con ternura, es aquí un espacio hostil que solo devuelve imágenes distorsionadas. Para Billy, la mirada del otro no le otorga sentido, sino absurdo. Él actúa, interpreta un rol, pero el público (sus padres) no lo registran; es un actor sin espectadores. Y eso lo arroja a una soledad ontológica. Billy busca que su historia, a pesar de ser inventada, sea creída. Sin embargo, el drama —y la belleza trágica—es que incluso esa ficción le es negada. Solo queda el ritual mecánico de cenar frente al abismo.

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