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PELÍCULA DEL MES

La Grande Bellezza

Damas de la aristocracia, trepadores sociales, políticos sin escrúpulos, criminales de guante blanco, periodistas, actores, nobles en ruina, prelados, artistas e intelectuales —reales o impostores— componen una red de vínculos frágiles y vanos. Todos giran en el torbellino de una Babilonia agónica, desplegada entre palacios corroídos por el tiempo, villas monumentales y terrazas que aún conservan una belleza fatigada. Allí están todos. Y en el centro, Jep Gambardella, escritor y cronista de 65 años, navega con desdén y resaca perpetua entre fiestas y ruinas, con la mirada anegada de gin tonic y una indolencia moral que estremece. Frente a él, la humanidad se exhibe vacía, grotesca, poderosa y melancólica. Y al fondo, Roma: el verano la envuelve con su esplendor indiferente, como si fuera una diva muerta que aún conserva su maquillaje intacto.

La grande bellezza, de Paolo Sorrentino, es un film que se despliega como un réquiem estético sobre la pérdida del sentido, la fatiga espiritual y la banalidad de una existencia entregada al artificio. No nos ofrece una historia, sino una revelación a contraluz, una procesión espectral de rostros maquillados de eternidad que se arrastran por los pasillos de una Roma ya convertida en mausoleo. Sorrentino no filma una ciudad, filma una ruina que respira, que susurra en las grietas de los palacios, que se carcajea en los salones iluminados por lámparas sin alma. En ese templo de los excesos, Jep Gambardella se mueve como un oficiante cansado: no busca la belleza, porque ya la ha conocido y ha sido vencido por ella. Lo que queda es la máscara, el eco, la herida pulida como una joya.

Carga con su cuerpo delgado el peso del mundo, y cuando sube los escalones en penumbra, lo que asciende no es un cuerpo, sino una pregunta sin respuesta, un recuerdo de fe que ha sido petrificado. Frente a ella, todos los gestos de los otros personajes se vuelven ridículos. Es ella, la santa larval, quien nos recuerda —sin decirlo— que no hay redención posible en un mundo que ha cambiado la sangre por champagne. Roma, en manos de Sorrentino, es un abismo ornamentado. Una ciudad de mármol sobre la que caen las sombras de una civilización que baila sobre su tumba. Las luces, los vestidos, las músicas, todo brilla como un cadáver maquillado. Y Jep, con su traje impoluto y su sonrisa cínica, es sólo otro muerto que camina entre los restos de lo que alguna vez fue el esplendor humano. La cámara no lo sigue: lo persigue. Porque en La grande bellezza, nadie escapa. Y el espectador, al final, tampoco.

Queda atrapado en ese círculo de belleza marchita, de gloria transformada en polvo, de deseo convertido en decoración. Así, la película no se cierra: se disuelve en una imagen última que ya no nos pertenece, como un sueño que continúa aunque hayamos despertado. Porque ese sueño es el mundo. Y el mundo, bajo la mirada de Sorrentino, ya no sueña: delira. Todo lo que vibra en la película tiene una pátina de descomposición. Las fiestas no celebran nada, son misas negras de la vanidad, donde los cuerpos se desgarran entre sí sin llegar a tocarse. Los artistas repiten ritos huecos, los santos sonríen desde sus vitrinas rotas, y los niños lloran frente a lienzos que ya no quieren pintar. Sorrentino hunde la cámara en el barro dorado de esta orgía sin deseo, donde la belleza se ha vuelto un fantasma que arrastra su velo sobre los espejos de una época sin reflejo. No hay amor, sino su imitación más cruel. No hay memoria, sino fragmentos. Y todo —cada palabra, cada música, cada paso de danza— parece un intento desesperado por no recordar que el tiempo ya no corre: se estanca. El horror que atraviesa, es el horror de lo que fue sagrado y ha sido profanado por el cinismo. La monja anciana, que aparece como una aparición pagana en la segunda mitad del film, no es símbolo de pureza, sino de un silencio que devora. Ella no necesita hablar: su sola presencia es un castigo.

Una película de Paolo Sorrentino.

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